Xabier Santxotena, el artista que sacará a los agotes de la lista de pueblos malditos

El parque museo que ha creado este especialista en colosales obras de madera pretende ser un homenaje al arte, los mitos, la naturaleza y a los propios orígenes: los agotes, aquel misterioso colectivo de personas, maltratadas por la historia, acusadas de ser brujos, leprosos y cosas peores. Santxotena es agote. Y a mucha honra.

El sol está casi en su punto más alto cuando escuchamos la cadena de la verja de la entrada al Parque Museo Santxotena. Hoy tenemos el privilegio de que Jontxu nos abrirá el recinto solo para nosotros. Antes de comenzar a pasear, un vídeo nos habla del origen desconocido de los agotes, uno de esos pueblos malditos que, como dice Jontxu, es «la misma historia de siempre: los de arriba pisando a los de abajo». Como los chuetas de Mallorca, los maragatos de Léon, los vaqueiros de alzada en Asturias o los pasiegos de Cantabria.

Los agotes vivían en las áreas apartadas de los valles del Roncal y el Baztán de Navarra, en Guipúzcoa, en el País Vasco francés y algunos municipios de Aragón. Eran artesanos de la madera, maestros constructores y artistas del hierro y de la piedra. En la localidad de Arizcun los obligaron a establecerse en el barrio de Bozate, en las afueras. No podían tener tierras, ni casarse con otras personas que no fueran agotes; no podían tocar a los animales, puesto que se suponían que transmitían enfermedades; se decía de ellos que eran herejes, leprosos, que si pisaban la hierba esta no volvía a crecer; se les prohibía cortar leña, pescar, estaban obligados a vestir de manera diferente y tocar una campanilla a su paso, para que los genuinos señores del valle se pudieran apartar a tiempo y no rozarse.

Xixilu, mueble típico de una casa agote que puede visitarse en Bozate.

En la iglesia debían sentarse en un lugar marcado para ellos, concretamente debajo del coro. Entraban por una puerta especial, más pequeña, que les obligaba a inclinar sus cabezas. Tenían una pila bautismal diferente y no se enterraban en el cementerio común, de tierra santa. Su lugar era junto a niños muertos sin bautizar; con nonatos, prostitutas y suicidas. Y si querían comulgar tenían su propio cuenco, hecho de madera. No se merecían nada más. Ni siquiera unos apellidos. Hasta el siglo XVIII, todo el que nacía en este gueto recibía como apellido la misma palabra: «agote».

Escultura de Xabier Santxotena.

Jontxu lo tiene claro: no eran leprosos reales, sino espirituales. «No cuadra el sitio donde los establecieron, no parece que sea el mejor lugar para una leprosería». Los datos más bien remiten a una especie de castigo por ser diferentes. Quizás eran una comunidad no cristianizada; quizás eran musulmanes a los que se les habría perdonado la vida a cambio de convertirse al cristianismo; quizás eran cátaros, aunque no está claro nada de nada.

Lo que sí es evidente es que los habitantes de Bozate no pudieron sacudirse el complejo de ser agote hasta mediados del siglo XX. Fue en 1954, cuando llegó al pueblo un sacerdote joven, de mente abierta y más sentido común. Observó la puerta chiquita que tenía la iglesia, y al enterarse de la historia, insistió en que debía tapiarse. Así fue como comenzó una igualdad que en Francia se había iniciado muchos años antes.

Paseando por el barrio de Bozate, Arizcun.

Con todo, ser considerados ciudadanos de pleno derecho y estar orgulloso de tu origen son cosas bien distintas. Hubo muchos niños de entonces que fueron señalados por los otros. Esos niños se convirtieron en abuelos, y de su pasado no querían saber nada.

Entonces actualmente, ¿qué ha sido de los agotes? Pues si algún curioso visitante que vaga por el barrio le pregunta a algún vecino por el tema, puede que respondan de mala gana que ya no queda ningún agote en Bozate, que todos se fueron a Madrid. No es mentira del todo, ya que en el siglo XVIII Juan de Goyeneche se llevó a muchos agotes a trabajar a una población cerca de Madrid a la que llamó Nuevo Baztán, donde también había familias castellanas, flamencas y portuguesas. Pero muchos de ellos acabaron regresando a su lugar de origen.

Eguzkilore es la flor del cardo silvestre, que es común encontrar en la puerta de las casas navarras. Ahuyenta a los espíritus e impide la entrada a las brujas.

Los descendientes de esta comunidad que tanto luchó por ser considerados unos ciudadanos más de Arizcun continúan haciendo vida normal en Bozate. Pero hay que llegar allí con mentalidad de observador, más que de turista. Y esto supone ser discretos, no hacer demasiadas fotos, no preguntarles por aspectos de su vida con los que no estén cómodos. Ya es un regalo que nos dejen pasear por sus calles, antaño barrio obrero de artesanos de la madera y la piedra que lo mismo te hacían aperos de labranza que muebles para la casa de los señores -en este caso, el que más se benefició de ellos fue Pedro de Ursúa, el señor feudal-. Nos abren una vivienda típica agote, con su cálida cocina, su taller de madera, sus pequeñas camas y cunitas y su eguzkilore velando en la puerta -la flor del cardo-, que los protege de todos los males.

El escultor Xabier Santxotena -discípulo de Jorge Oteiza, por cierto- ha sido de los primeros en poner en valor este pasado, y sobre todo el que lo ha gritado más fuerte. Su libro El orgullo de ser agote -escrito junto a Josu Legarreta Bilbao– es, sin duda, toda una declaración de intenciones.

Escultura de Xabier Santxotena. Foto: Pablo Domínguez-Palacios Carbonero.

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El artesano de Estella que espanta a las brujas con sus tablas de luz

Carmelo Boneta, de 79 años, regenta un taller de madera y piezas etnográficas en el que se pueden encontrar bastones para los peregrinos del Camino de Santiago, argizaiolas y kutxas, entre otros muchos objetos. Está declarado «lugar de interés cultural».

Si te gustan las historias que hay detrás de una pieza artesanal, de un taller con olor a madera y a cera y con suelo antiguo; si tu curiosidad va más allá de visitar los monumentos de Estella… entonces encamina tus pasos hacia la calle Rúa, junto al río Ebro y el Puente de la Cárcel, y allí encontrarás un taller abierto al público, declarado lugar de interés cultural y en el que atiende aún a los visitantes Carmelo Boneta, con toda una historia detrás.

Carmelo sale de la oscuridad en cuanto nos escucha hablar. Nos explica las diferentes piezas que ha ido atesorando a lo largo de una trayectoria que comienza hace más de 60 años. Es un apasionado del oficio, que ha mamado desde pequeño. Con solo 19 años se estableció por su cuenta, decidido a ofrecer al visitante piezas de artesanía de calidad e históricas. Quiere recuperar el patrimonio de Estella. No quiere ni oír hablar de souvenirs.

Durante años, el peregrino que pasaba por Estella haciendo el Camino de Santiago fue su mejor publicidad. Le compraban cientos de bordones, se interesaban por su trabajo, conversaban. Ahora prefieren comprarlos en tiendas kitsch que carecen de personalidad y de ánima.

Entre sus tallas estrella se encuentran las argizaiolas o tablas de luz (también conocidas en castellano como cerillero de difuntos). Son unas piezas interesantísimas, capaces de ahuyentar a las brujas en la época medieval y que, tras su cristianización, se continuaron usando en el norte de Navarra y en toda Euskal Herria como parte del rito y el culto a los muertos. De hecho, su uso era común hasta la segunda mitad del siglo XX, y aún se encienden durante la noche de los Difuntos.

Algunas tablillas tienen forma antropomórfica (dice Carmelo que para simular la forma de la bruja); más adelante era la forma del difunto al que se le quería guiar hasta la luz. También se encendían cuando se moría alguien y, una vez que se acababa la vela, se consideraba que la viuda ya había cumplido el luto. «¿Os han explicado todo eso en la Oficina de Turismo?», pregunta, insistente. Nos miramos confusos: entre tanta información ya no estamos seguros de lo que nos han dicho allí o hemos leído o ignoramos. Nuestra duda parece complacerle: «Es que son demasiado cristianos…», bromea.

A él le gusta explicar toda esa mitología e historias del folklore de la Navarra ancestral. Y esa fijación le ha granjeado algún episodio desagradable, como cuando le vino a visitar al taller un cura del Opus que le espetó: «Pero usted no creerá en las brujas, ¿verdad?». A lo que Carmelo respondió, todo tranquilo: «yo creo en lo que no veo. Exactamente como vosotros». Es de suponer que el sacerdote no se fue muy contento del lugar, puesto que lo amenazó con excomulgarlo.

A Carmelo le han querido comprar el local para instalar una de esas tiendas de recuerdos falsos. Él casi echa al interesado a patadas; mientras le queden fuerzas, seguirá luchando por conservar el patrimonio de su patria chica, y contando sus batallas a quien las quiera escuchar.

Detalle de la puerta de la iglesia San Pedro de la Rúa, declarada BIC y especialmente interesante por su claustro románico.

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Bardenas Reales, un desierto para los últimos pastores de Navarra

En el sureste de la comunidad foral existe un territorio de 41.845 hectáreas, un parque natural Reserva de la Biosfera por la que transita la cabaña ganadera cada otoño e invierno, que ha sido escenario de películas y series como «Juego de Tronos».

Debe de ser espectacular escuchar en vivo el disparo anunciador de la entrada de pastores y rebaños a la Bardena en el término «El Paso». Es todo un acontecimiento alrededor del cual tienen lugar charlas, degustaciones, actuaciones de gaiteros, talleres y mercadillos. Nosotros no pudimos vivir esta fiesta, ya que se produce a mediados de septiembre. En cambio, hemos elegido un caluroso mes de julio, con la amenaza de la Dana vaticinando tormentas horribles en todos los televisores.

En Cascante, donde nos alojábamos, los parroquianos de los bares del pueblo desayunaban pintxos de tortilla mientras la tele no paraba de parlotear. De vez en cuando alzaban sus cabezas y escuchaban algo que les llamaba la atención. Luego, de nuevo, se sumergían en una conversación sin trascendencia, pero sumamente importante para mantener ese espíritu de pueblo pequeño y seguro. De hogar. con gente sencilla como Maica, que se desvive por los clientes de su Casa Pinilla -de 500 años, tres plantas y fabuloso portón- o Fernando, que cada día encuentras en El lechuguero y que se hizo amigo de nuestro niño.

Entramos en las Bardenas Reales haciendo la ruta fácil de dos horas en coche. La Dana había dejado otros caminos enfangados, así que nos dispusimos a hacer un recorrido circular con el que pudimos ver los principales puntos de interés del área llamada la Bardena Blanca.

Muy poco turismo. ¿Quién se va a acercar en pleno mes de julio a un desierto? Solo nosotros, amantes de estos paisajes de ciencia ficción, estampas marcianas que estimulan nuestra imaginación y nos hacen recordar escenas de Juego de Tronos: esa Daenerys, madre de dragones, caminando esposada en medio de una horda de dothrakis, mientras de fondo se ven las formaciones rocosas, extendiéndose hacia el horizonte como una espina dorsal, como un dragón dormido.

En la Balsa de las Cortinas, los dothrakis montaron su campamento. Divisar un poco de agua -e incluso de vegetación- en esta tierra tan inhóspita siempre sorprende, aunque los mapas te avisen de que está ahí, a la vuelta de la curva.

No vimos ningún animal. Ni buitres, ni avutardas, ni búhos ni alimoches. Normal. Solo lagartijas que se apartaban, molestas, cuando les interrumpías sus baños de sol. Subir una colina de estas formaciones caprichosas, creadas a base de arcillasyesos y areniscas erosionadas por el agua y el viento, es una actividad para tomársela con calma. Pero después, en la cima, puedes ver el paisaje en toda su plenitud. La tierra rojiza y parda que se pliega. Las rocas que recrean formas sorprendentes. La famosa formación Castildetierra, un pináculo que los geológos bautizan también como «chimenea de las hadas».

bardenas reales

Si subes hasta arriba, desde el silencio de tu posición privilegiada en las alturas puedes imaginarte tantas escenas… Las Bardenas como coto de caza de los reyes de Navarra; las Bardenas como espacio natural protegido donde las cámaras vigilan los nidos como un Gran Hermano de las aves; las Bardenas como set de rodaje; o las Bardenas como campo de maniobras -en tu recorrido pasas por el Polígono de Tiro, zona militar destinada a prácticas de tiro que evidentemente queda prohibida al público-.

Dice Ander Izaguirre en su delicioso libro Cuidadores de mundos que un pastor una vez se coló sin querer en la zona prohibida, y que asistió, estupefacto, a una estampida de ovejas que corrían como locas entre los disparos de los aviones. El piloto llamó a la base: «¡Que el blanco se mueve, que el blanco se mueve!». Anécdotas que pasan en escenarios insólitos como este, que son capaces de aunar realidad y ficción y conquistarte con cualquiera de ellas.

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Día 40 de confinamiento. De soledades, galerías y otras ausencias

Estos días siento los mismos temores que durante la concepción, embarazo y parto. Los surcos del azar son demasiado profundos, demasiado oscuros. Con ellos podría dibujar una rayuela en mi corazón; soñar que de un salto regreso a la casa de los espíritus de la calle Aire número 2, mi Ítaca; la que inspiró todas mis historias.

Regresar como regresó Ulises en la Odisea, aunque de momento no es posible. Esta es mi vida ahora: la historia de una maestra con alumnos invisibles; la confesión de una idealista que aún desea recorrer el libro de las maravillas del mundo. Cuando se pueda. Cuando lo dicten los ocho millones de dioses que andan escondidos en alguna de las islas griegas.

Os confieso que sueño con retomar mis viajes con Charley e instalarme sin fechas en el gallo de hierro, pero ahora solo me preocupa cómo cruzar los campos de Castilla desde Barcino hasta el sur. Os abrazaría a todos: padres, hermanos, tíos, primos, cuñados, amigos y compañeros, incluso al abuelo que saltó por la ventana. A todos.

Os susurraría al oído que no tuvierais miedo. Os diría que no hay razones para desconfiar de los vecinos, que aquí todas las banderas aplauden a las ocho. Porque todos somos hijos del dios binario que nos alejaba en libertad y nos acercó en confinamiento.

Me quedan mil y una narraciones que contaros, más de las que contiene Don Quijote de la Mancha, más de las que sobrevendrían con el despertar de Cervantes.

Os quiero. Quiero decíroslo antes de que el tiempo se escurra entre los dedos, antes de que el sol se ponga hoy, antes de que el progreso se ponga en pausa; antes de que la arena se convierta en desierto. En un desierto de seda inhabitado y silente, en el que siempre, siempre, y pase lo que pase, resonarán mis besos.

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¿Dónde están los niños? Reflexiones tras 16 días de confinamiento por el COVID19

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Hoy, como vengo haciendo desde hace 16 días, desde el principio del confinamiento, me he sentado a escuchar el silencio. Hasta ahora era difícil; había que ir a buscarlo: pasear por una calle solitaria, salir al exterior cuando todos duermen, acercarse a la playa para que el sonido de las olas apague el de los coches, taparse los oídos para acallar los gritos, taparse los ojos para no ver el ruido.

Hoy, si hubiera tenido perro, me habría fijado en que los coches siguen en los mismos aparcamientos que hace dos semanas. Habría mirado con tristeza –y quizás con un escalofrío- los parques clausurados y los columpios vacíos. Me habría preguntado dónde están los niños; habría pensado en las personas que me importan; habría deseado no tener que lamentar ninguna víctima más del maldito coronavirus.

Hoy, como no tengo perro, he salido a la terraza que me sirve de pulmón y me he puesto a pensar en las personas que me importan. Se escuchaba mucho el silencio, y no me ha dejado pensar. Aquí nunca lo había oído, rodeados como estamos por bloques de apartamentos  que me miran con esos ojos de colmena, impasibles durante el día y fantasmagóricamente iluminados por la noche.

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Hoy es una hora cualquiera de la tarde, y se oye el batir de alas de las palomas, y trinos, y hojas moviéndose, y una cortina que se descorre, y un portero automático lejano; ahora una puerta que se cierra, y otra que se abre. Por encima de todo, silencio.

De repente he escuchado una frase gritada al aire por un niño: “¡Me aburrooo!”. Lo ha dicho así, de repente, para desahogarse. Un niño solo con su yo. Pero entonces, a pocos metros, se ha producido el milagro: en otro balcón, otro niño le ha contestado: “¡Y yo tambiééééén!”. Y ya no han hablado más; de nuevo nos hemos sumido en el silencio. Pero me ha parecido que en ese breve diálogo se encerraba toda la poesía del mundo. Dos niños haciendo auténtica poesía de la soledad.

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De cuando nos sirvieron la «no comida» en una auténtica taberna griega

En todos los viajes nos pasan siempre cosas raras. En este, nuestra experiencia más surrealista ha sido en un pequeño restaurante griego de pescado fresco; solitario, auténtico, situado junto al mar. ¿Qué podía fallar?

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Condujimos durante kilómetros y kilómetros para salirnos de las rutas habituales. Cuando vimos un cartel hecho de manera doméstica indicando «fresh fish», no nos lo pensamos y giramos el volante para coger la pista que nos alejaba de la carretera y venía a morir al mar. Al final del camino descubrimos un restaurante, taberna, bar o chiringuito, fuera lo que fuera, con las mesitas tan cerca del mar que la brisa marina parecía que te mecía en medio de las olas. Ni un alma en este restaurante a la hora de comer.

Hablamos con el encargado que resulta ser el dueño, chapurrea algo de inglés y nos dice que es pescador y que hoy comeremos los pescados que él mismo captura con su barca. Grita a su mujer una frase en griego. Aparece la señora tras la barra, limpiándose las manos en su mandil. Preguntamos si además del pescado nos puede hacer un zumo de naranja. ¡Claro que sí! Y allí que nos sentamos en una mesa con su mantel de cuadraditos azules y blancos, celebrando nuestra suerte y nuestro zumo, mientras pasan los minutos. Rápido primero y… muy lentos después.

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Ya nos hemos tomado el zumo, ya hemos ido a la orilla a enseñarle a Abel el ruido que hacen las olas al romper. Miramos el reloj: cuarenta y cinco minutos sin que aparezca el pescado. Sí que son lentos… Decidimos no decir nada y esperar. Como dicen en internet que los griegos no tienen prisa… Abel empieza a inquietarse, creo que percibe nuestra impaciencia y nuestra hambre. Durante la primera media hora el pescador ha hablado con nosotros y le ha regalado unas naranjas al niño; ahora el hombre cabecea sentado en una silla, a un par de metros de nosotros. Nuestro bebé empuja las naranjas con el pie, con cara de aburrimiento. Al lado del pescador que dormita, un hombre más joven se entretiene con el móvil, que por cierto, no habla ni papa de inglés.

Ha pasado más de una hora desde que esperamos la comida. Le digo a Marc que se han olvidado de nosotros, o que no nos hemos entendido. Resuelto, Marc se acerca a la barra (el pescador se ha despertado y parece que busca algo por ahí). Marc le pregunta por nuestro pescado. Desde lejos, veo que el hombre asiente y que le hace gestos para que se vuelva a sentar. ¡Esto ya pasa de castaño oscuro!

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Nuestro niño ya ha jugado con las piedras, ha experimentado con las algas; ha visto las barcas aparcadas como ballenas muertas en la playa; ha gateado bajo todas las mesas y ahora ya grita ¡aaaaaaah, aaaaaah, aaaaaah!, que quiere decir: BASTA YA.

Son casi las cuatro y media de la tarde. Llevamos una hora y media esperando la comida. No sabemos cómo ni cuándo, pero el pescador ha desaparecido. Marc va a la barra y dice que la mujer tampoco está. El otro hombre joven se levanta ahora, pausado, y decide limpiar la mesa con restos de platos y vasos sucios que ha estado toda la hora y media sin recoger.

Decidimos que a las cinco de la tarde nos iremos. En el fondo nos da cosa, porque la hipótesis que barajamos es que se les ha acabado el pescado y han ido a buscarlo. De hecho las brasas están encendidas desde hace rato, pero de pescado ni rastro.

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Es una situación tan extraña que nos deja sin recursos y con cara de tontos. Repasamos una vez más todas las opciones posibles. ¿La mujer ha tenido un accidente cuando ha salido a por el pescado y el hombre ha salido a ayudarla? ¿Se han quedado sin carbón? Pero la actitud del hombre joven, tan despreocupada, parece desmentirlo. Cuando el reloj marca las dos horas de espera sin más que un zumo de naranja en el estómago, mi mente ya empieza a divagar. A las dos horas y cuarto, aparece un coche. Suspiramos. Pero no, es otra mujer, quizás  más joven, que tampoco habla inglés. Se coloca el delantal que había dejado la otra señora y empieza a trabajar tras la barra, comentando chascarrillos en griego con el otro. De vez en cuando nos mira de soslayo, a mí me parece que con condescendencia.

Entonces ya no podemos más. Nos levantamos, pagamos los zumos y nos vamos hacia el coche. El hombre nos grita algo detrás de nosotros. ¡Ah, ahora es cuando viene a detenernos y nos explicará lo que ha pasado! Pero no, no, no. Volvemos la cabeza y miramos hacia algo que señala. Y allí, bajo nuestra mesa, descubro las dos chanclas de Marc asomando, como testigos mudos y burlones de la grotesca escena que acabamos de vivir.

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Por qué es famosa la puesta de sol en Santorini

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Cada día sobre las siete y media de la tarde, los coches, las motos y los quads de alquiler enfilan la carretera que cruza la isla de Santorini de Sur a Norte. Todos van siguiendo la melodía silenciosa de la puesta de sol anunciada. Todos van siguiendo al flautista de Hamelin. Oía se va llenando de visitantes que se sientan en sus terrazas colgantes con vistas a los acantilados, de trescientos metros de altura; turistas que ocupan la primera fila en los miradores; parejas que han venido dos horas antes para poder sentarse en los malecones que dan al mar. Parece que ya no cabe más gente en Oía, pero siempre caben.

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En cualquier parte de la isla puede contemplarse una puesta de sol de las que siempre se recuerdan. Ver el ocaso en Santorini es como ir al teatro o al cine; es un plan que siempre funciona cuando no tienes un plan premeditado. Te sientas en algún lugar con vistas y ya no hace falta que hagas nada más. Miras hacia el horizonte esperando que el disco descienda. A veces se pone detrás de alguna montaña; otras veces cae al mar.

Cada día es diferente, y juegas a buscar tu rincón en la isla; apuestas a que encuentras un lugar en soledad. Cada día cuando dan las ocho de la tarde dejas lo que estás haciendo y miras al cielo, desde cualquier lugar en el que estés. Durante unos minutos no hablas, no miras, no piensas, casi no respiras. El sol es un círculo rosa fucsia fluorescente, brillante y extraño; marciano. Un círculo hipnótico que se acerca a los vapores de azufre que desprende el volcán, aún activo, de Santorini, en la pequeña isla Nea Kameni.

El sol se derrama como la lágrima de cera que resbala en las lámparas de lava. Y cuando la lágrima entra en contacto con el mar, pierde su reflejo amarillento. Sobrevienen entonces los naranjas, luego los rosas y violáceos, para envejecer con un azul ceniza hasta morir; hasta que llega el último acto: fundido en negro y FIN.

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Akrotiri, los restos de la Atlántida que describió Platón

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En España no nos habíamos sacudido aún el polvo, el miedo y las bombas de la Guerra Civil cuando un polémico arqueólogo griego llamado Spyridon Marinatos sorprendió al mundo académico con una teoría que explicaba el fin de la próspera civilización minoica a causa de la erupción del volcán de Santorini.  Más osado todavía, en 1960, el sismólogo Angelos Galanopoulos planteó que la mítica Atlántida se encontraba en Santorini y por lógica Akrotiri era la ciudad que más argumentos reunía para encarnar la descripción que Platón hizo de la mítica isla, tan próspera, culturalmente tan avanzada y que vivía en paz hasta que fue engullida por el mar y el fuego.

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Spyridon Marinatos es el Indiana Jones griego. Soportó que ciertos sectores de la comunidad científica se rieran de él, esperando pacientemente casi 40 años hasta que finalmente pudo excavar en Santorini y ¡oh sorpresa! descubrir las ruinas de Akrotiri, un yacimiento que hoy día está considerado uno de los más importantes de todo el Mediterráneo.

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Aunque su figura no ha pasado a la historia exenta de polémica -aparece vinculado a la dictadura militar, detalle que posiblemente redujo su éxito académico- su importancia está fuera de toda duda, por lo que a las puertas de Akrotiri su estatua da la bienvenida al visitante. Una vez en el yacimiento, que está considerado la Pompeya griega, los ojos se recrean en las modernas construcciones -disponían de letrinas y un sistema perfecto de drenaje, enormes ventanales que bañaban de luz las estancias, hermosos frescos pintados en vivos colores en viviendas ¡de hasta tres pisos!- detalles sorprendentes si se piensa que estamos en la Edad del Bronce y se comparan con la sencillez de otros asentamientos de la época.

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Bajo la ceniza y la lava, una ciudad que podría ocupar unas 20 hectáreas -de las que solo se ha excavado una ínfima parte- permaneció dormida y oculta, como en un cuento de hadas, durante casi treinta y seis siglos. Ahora nos maravilla por el elevado nivel de vida de sus habitantes. Sin embargo, quedan aún muchos misterios por descubrir. Saber, por ejemplo, si sus habitantes escaparon o permanecen enterrados en algún lugar sin excavar de la isla. Porque, a diferencia de Pompeya, aún no se ha encontrado ni un cadáver. Tan solo el esqueleto de un cerdo recién sacrificado, que en una cruel ironía del destino, aguardaba para celebrar los placeres, la abundancia… y la vida.

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Santorini: canción de fuego y lava

emporio-santorini.jpgLa Isla del Diablo. Kallisti (La Bella). Strongyle (La Redonda). Thera (La Salvaje). Y, por fin, Santorini (Santa Irene). Diferentes nombres para designar la misma realidad: una isla de una belleza magnética y un pasado digno de una epopeya griega.  Estamos en esta isla del mar Egeo, una de las míticas Cícladas, cargando con Abel, que a sus 9 meses estrena pasaporte y está aprendiendo a salir de su zona de confort.

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Hemos llegado hasta aquí dejándonos arrastrar deliberadamente por cantos de sirena, surcando el Egeo a bordo de un ferry lento y compartiendo mesa con una familia griega que se distrae durante el viaje cogiendo a nuestro bebé en brazos, hablándole en este idioma imposible del que no puedo retener ni una palabra. Pero el niño sonríe con ellos. Abel da cabezaditas contra la frente del padre de familia, y los griegos (padres e hijos) se ríen a carcajadas.

Después de que el ferry atracara en el puerto y de que se nos pasara un poco el aturdimiento de la horda de turistas que ha bajado del barco buscando autobuses, coches de alquiler y transfers, hemos llegado hasta Emporio. Aquí no hay extranjeros. Una familia, a lo sumo, que se cruza contigo mientras deambulas por el casco antiguo de este pueblecito medieval en el que empiezas a descubrir la arquitectura blanca y ocre con la que soñabas desde tu imaginario europeo.

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Aquí llevamos ya más de 48 horas. Nunca habíamos estado tanto tiempo sin movernos ni tan pocos metros recorridos. Pasamos nuestras horas haciendo la compra en el súper minúsculo del pueblo; saludando a nuestra vecina, que habla algo de español; pasando una y otra vez por la esquina de la cafetería donde desayunamos; cruzándonos la mirada con la pareja obesa que se sienta cada tarde en la parada del bus para ver cómo pasan los transfers turísticos hacia la playa de Perissa. Todo es calma. Es raro. Cocinamos y lavamos la ropa, y nos hacemos la cama, y escribimos y leemos, y nos tomamos una copa de vino en el patio blanco y azul mientras Abel juega con las pinzas de la ropa.

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Parece que esperamos algo. Pero no. Leo sobre la historia de la isla, de esta isla tan codiciada que una erupción volcánica casi borra del mapa. Se me eriza la piel al pensar en la columna de fuego y lava que se elevó 30 kilómetros sobre el nivel del mar. En el tsunami posterior que avanzó a 350 kilómetros por hora, cabalgando sobre una ola diabólica de 250 metros de altura que barrió toda una civilización. Hace 3.600 años de aquello. Ahora, los pubs sin gracia donde los jóvenes de Emporio salen a tomarse una copa nos recuerdan que estamos en otra era. En la nueva Santorini que resurgió de las cenizas cual Ave Fénix, en medio de cenizas, de roca y de piedra pómez, y que espera de forma indolente, sin miedo ni impaciencia, la próxima erupción de su volcán.

 

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Soroca, el hogar de los gitanos de Moldavia

No sabíamos que Soroca era la ciudad en la que se asienta la comunidad gitana de Moldavia. Llegamos aquí, como todos los escasos turistas, para ver el fuerte de Soroca, una fortaleza en forma de círculo perfecto de la época de Stefan cel Mare (Esteban el Grande) que sustituyó a finales del siglo XV a la original, hecha en madera. Tiene la particularidad de ser el único monumento moldavo de época medieval que mantiene el diseño ideado por sus constructores.

Pero resulta que esta apacible ciudad a orillas del río Dniéster tiene también un interés sociológico como sede de la comunidad de gitanos más importante del país. Los gitanos de Soroca viven en lo alto de la colina más alta de la ciudad, en mansiones de varias plantas habitados por familias numerosas de cuatro o cinco hijos -aunque no llegan a ser la decena de vástagos de antaño-. Son gente adinerada que ayuda económicamente a las familias que tienen en otros países, que decoran sus hogares con columnas y esculturas en las fachadas y adornos de plata y oro.

Lejos queda ya la época en la que eran nómadas, y vagaban de ciudad en ciudad afilando cuchillos y herrando caballos. Todo acabó cuando llegó la Segunda Guerra Mundial; forzaron a los gitanos a dar sus monturas a los soldados por la causa, y esto acabó por hacerlos sedentarios.

Junto a su colina, el otro punto de altura para ver toda la ciudad es la mencionada fortaleza. Silenciosa y simétrica, la forman cinco bastiones cilíndricos donde ulula el viento y anidan las palomas. Si te asomas a alguna de estas torres puedes ver algunas de las escenas más cotidianas de la ciudad: niños que se bañan en el Dniéster; un pescador que echa la caña a las aguas, con paciencia y sin emociones; el ferry -un vestigio que queda de la época soviética- transportando perezosamente su carga a la vecina Ucrania.

Es tan famoso este edificio en Moldavia que aparece representado en los billetes de 20 lei y en el reverso del documento nacional de identidad. Por eso es común encontrarse novias moldavas fotografiándose en el patio de armas. Cuenta la leyenda que en uno de los sitios más prolongados que sufrió la ciudad, los defensores sobrevivieron gracias al racimo de uvas que les dejaba caer en este patio una cigüeña blanca.

Se hace tarde. Nos despedimos de Soroca y salimos de la fortaleza siguiendo a la pareja de casados y a su séquito nupcial. Cada dos o tres pasos sus amigos les lanzan un grito sin palabras, prolongado y sostenido. Un grito, y otro, y otro. Y cuando ya apenas se ven a lo lejos, todavía sus gritos los trae el aire, una señal de júbilo que nos acompaña en nuestro camino de vuelta.

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